Hace muchos años, pasé dos meses en Paraguay. Llegando al final de los días en ese país, un amigo misionero me invitó a Río de Janeiro, Brasil para predicar. Siendo joven y sin idea de la distancia, me comprometí. Compré el boleto en autobús, y comencé el viaje de 31 horas de duración. Unas horas antes de llegar a Río, el autobús tuvo que pasar por unas montañas. Al llegar a la cima, se puede ver la hermosa ciudad por delante en la costa abajo. En uno de los pueblitos en esas montañas, vivía una madre humilde que se llamaba María y su bella hija Cristina.
La casita era sencilla, pero adecuada. Constaba de un solo cuarto grande y se encontraba en una pequeña calle polvorienta. El techo, de tejas rojas, era uno de los muchos de este pobre vecindario en las afueras de una aldea brasileña. Pero era una casa cómoda. María y su hija, Cristina, habían hecho todo lo que podían para añadir color a las insípidas paredes y calentar un poco el duro y sucio piso de barro: un viejo almanaque, una fotografía borrosa de un pariente, un calendario regalado por el almacén. El mobiliario era modesto: un banco de madera en cada lado de la habitación, una palangana para lavarse las manos, y una estufa de leña.
El esposo de María había muerto cuando Cristina estaba recién nacida. La joven madre rehusó, tercamente, algunas oportunidades de volver a casarse. Consiguió un trabajo y se dedicó a criar a su tierna hija. Y ahora, quince años más tarde, los peores momentos habían pasado. Aunque el salario de María, como empleada de servicio doméstico le permitía muy pocos lujos, era suficiente para proveer comida y vestido, y ahora Cristina era lo suficientemente grande como para buscar trabajo que las ayudara un poco más.
Hubo quienes dijeron que Cristina heredó de su madre su independencia. Ella no estaba de acuerdo con la idea tradicional de casarse joven y formar una familia. No es que ella no hubiera podido conseguir marido. Su piel de color oliva y sus ojos marrones ayudaban a mantenerle una fila de pretendientes a su puerta. Ella tenía una graciosa manera de echar su cabeza hacia atrás y llenar la casa de alegría. También tenía la rara magia de algunas mujeres de hacer sentir a un hombre como un rey sólo por estar junto a ella. Pero fue su espíritu de curiosidad el que hizo que mantuviera a raya a los hombres.
A menudo ella hablaba de irse a la ciudad. Soñaba con cambiar su polvoriento vecindario por excitantes avenidas y vida de ciudad. Sólo este pensamiento horrorizaba a su madre. María estaba siempre lista para recordarle a Cristina los peligros de las calles. “Allí la gente no te conoce. Los empleos son escasos y la vida es cruel. Y, además, si tú fueras allí, ¿qué harías para sobrevivir?”
María sabía exactamente qué haría Cristina, o qué tendría que hacer para sobrevivir. Por eso es que su corazón se desgarró cuando despertó una mañana para encontrar que la cama de su hija estaba vacía. María sabía exactamente a dónde había ido. También sabía que debía encontrarla inmediatamente. Rápidamente puso un poco de ropa en una maleta, reunió todo su dinero y salió corriendo de la casa.
En el camino a la parada del autobús, entró a una droguería a conseguir una última cosa: Fotografías. Se sentó en la cabina de fotografías, cerró la cortina, y gastó todo lo que pudo en fotos de ella misma. Con el bolso lleno de pequeñas fotos en blanco y negro, abordó el siguiente autobús para Río de Janeiro.
María sabía que Cristina no tenía modo alguno de ganar dinero. También sabía que su hija era demasiado terca para volver atrás. Cuando el orgullo se encuentra con el hambre, un ser humano hace cosas inconcebibles. Sabiendo esto, María empezó la búsqueda. Bares, hoteles, clubes nocturnos, cualquier lugar con la reputación de ser utilizados por vagabundos o prostitutas. Fue a todos ellos. Y en cada lugar ella dejó su fotografía pegada con cinta en el espejo de un baño, clavada en el tablero de anuncios de hoteles, pegada a una cabina telefónica. Detrás de cada foto ella escribió una nota.
No pasó mucho tiempo antes de que el dinero y las fotografías se acabaran, y María tuvo que volver a casa. La fatigada madre lloraba cuando el autobús emprendía el viaje de regreso a su pequeña aldea.
Unas pocas semanas más tarde, Cristina descendió las escaleras del hotel. El joven rostro estaba cansado. Los ojos marrones ya no danzaban de juventud, sino que hablaban de dolor y miedo. Su risa anhelaba cambiar esas innumerables camas por su seguro colchón de paja. Sin embargo, la pequeña aldea estaba, de muchas maneras, demasiado lejos.
Cuando llegaba al final de las escaleras, sus ojos percibieron una cara familiar. Miró otra vez y allí, en el espejo de la recepción, había una pequeña fotografía de su madre. Los ojos de Cristina ardieron y se le hizo un nudo en la garganta mientras cruzaba la sala y despegaba la pequeña foto. Escrita en el reverso, había esta competente invitación: “Lo que sea que hayas hecho, cualquier cosa que hayas llegado a ser, no importa. Por favor vuelve a casa.”
Y ella lo hizo. Amigo mío, ¿qué hay de ti? Vuelve hoy, el Salvador te está esperando. Lo que sea que hayas hecho, cualquier cosa que hayas llegado a ser, no importa. Por favor, vuelve sin demora al quien te ama tanto. Él te invita hoy. Juan 6:37 “…al que a Mí viene, no le echo fuera..”